La espiritualidad de los Franciscanos de María tiene dos "fuentes" o puntos de referencia: la Santísima Virgen María y San Francisco de Asís.
Con respecto a María, la clave de nuestra espiritualidad es la "imitación". Tanto los laicos como los consagrados que se identifican con esta experiencia buscan, con las limitaciones inherentes a un ser humano pecador, imitar a la Virgen y repetir, con el auxilio de la gracia divina, la experiencia que Nuestra Señora llevó a cabo en la tierra.
De María queremos aprenderlo todo e imitar todo, pero nos fijamos especialmente en el motivo de su amor a Dios, a Jesús y a la Iglesia. Ese motivo, ese "corazón" del Corazón de María, lo encontramos en una palabra: agradecimiento. Las virtudes típicas de la Santísima Virgen -la amabilidad, la paz, la disponibilidad, la paciencia, la pureza, la unión con Dios, la obediencia, la humildad- son para nosotros pistas que orientan nuestro camino en la vida y nos enseñan a poner en práctica el agradecimiento hacia Dios y hacia el prójimo. Con todo, hay tres aspectos de la vida y del ejemplo ofrecido por la Virgen en los que queremos poner particular empeño para tratar de ser como ella.
El primero es el de la Anunciación. María responde al saludo del ángel y a la petición transmitida por el mensajero divino con una frase que es todo un programa de vida: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra". Hacer la voluntad de Dios es, también para nosotros, un objetivo primordial. Hacer esa voluntad en la vida cotidiana tanto como en los grandes momentos de la existencia. Se trata, pues, de darle a Dios la prioridad en nuestras motivaciones y dejar que sea Él quien decida sobre nuestro presente y nuestro futuro, como hizo María, con confianza y con alegría, con total disponibilidad. Una de las consecuencias de esta "imitación" de María en su "sí" a Dios, es la de asumir que el Señor es realmente Dios y no un "amuleto" o un "ídolo" al que podemos manejar a nuestro antojo y tener a nuestro servicio. Somos nosotros los que estamos al servicio de Dios y no Dios al servicio nuestro. Queremos hacer frente así a la cada vez más extendida manipulación de la imagen de Dios, reducida a una caricatura por la cual aparece como un simpático y condescendiente abuelete en lugar de como el Dios soberano. De esta actitud se deriva, como consecuencia inmediata, el asumir el concepto de "deber" en nuestra relación con el Señor. Si Dios es Dios, si existe, si es el Creador del mundo y de la propia persona, sólo puede ocupar un lugar: el primero. Eso significa que nosotros tenemos deberes para con Él y Él tiene derechos sobre nosotros. El cumplimiento de nuestros deberes no será ningún "favor" que le hacemos al Todopoderoso, sino algo normal, lo mínimo que se puede esperar de nosotros, cumplido el cual tendremos que decir como aquel siervo de que habla el Evangelio: "No he hecho más que cumplir con mi obligación".
El segundo momento de la vida de María que queremos tener en cuenta para imitar a Nuestra Señora es el del Nacimiento de Jesús en Belén. Allí, en la cueva de la Natividad, vemos a María con el Niño Jesús en sus brazos. No es ya la jovencita nazarena, sino una madre que tiene en su regazo a una dulce y grande responsabilidad. Es la Madre de Dios. La Maternidad divina de María es la mayor aportación hecha jamás por ningún ser humano a la propia historia de la Humanidad y a su destino. Por eso, imitar a María sería parcial si no se le pudiera imitar en esa maternidad; hacerlo así será, en cambio, el mayor servicio que cualquiera pueda prestar tanto al individuo como a la sociedad. La imitación de María en su divina maternidad es imposible en el sentido biológico del concepto. Nadie más que ella pudo llevar en su seno a Jesús y prestarle su carne para que Él la asumiera como propia. Sin embargo, el mismo Cristo iluminó el camino para conseguir la imitación de la maternidad divina de María en un sentido no físico sino espiritual; lo hizo cuando afirmó que todos aquellos que cumplan la voluntad del Padre son su Madre y sus hermanos. Por si fuera poco, el Señor ligó su divina presencia a una condición que sí es accesible al hombre, a cualquier hombre. "Donde dos o tres están unidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20), dijo Jesús en cierta ocasión en que explicaba a sus discípulos cómo tenían que rezar al Padre para ser escuchados por Él. Por lo tanto, la unidad, cimentada en la caridad recíproca, es según el propio Cristo, la "materia" para que se produzca ese nuevo y real nacimiento suyo. La unidad, pues, es una de las claves de la espiritualidad de los Franciscanos de María, puesto que sólo a través de esa unidad se puede imitar a la Virgen en su divina maternidad. El amor recíproco, la unidad como medio para la imitación de la maternidad divina, requiere cumplir una condición: no es posible para el individuo aislado, sino que tiene que ser practicada por la colectividad, por "dos o más". Esta condición es tan importante que sólo con su cumplimiento se evitarían tantas luchas suicidas y fratricidas que desgarran la Iglesia por dentro o que minan la estabilidad y energía de tantos grupos religiosos. Por lo tanto, así como en otras virtudes de María sí cabe la imitación individual, la maternidad sólo es accesible al conjunto, al grupo de cristianos unidos en el nombre de Jesús. Para conseguir esta unidad habrá que esforzarse por mantener siempre viva la caridad entre los que desean praticar la imitación mariana. Nada tendrá sentido si no es fruto del amor y nada merecerá la pena si para conseguirlo se rompe esa relación de amor recíproco. Una maestra en esta espiritualidad de la unidad, Chiara Lubich, decía a este propósito que "vale más lo menos perfecto en unidad que lo más perfecto en desunidad", porque en realidad lo que más vale es el amor. El amor, la principal de las virtudes cristianas, es el único que garantiza que existan las condiciones para que el Señor, si así lo estima conveniente, pueda hacerse presente espiritual pero realmente en medio de los hombres. La unidad, por lo demás, lleva a los miembros de la asociación a estar especialmente atentos a sintonizar con la Iglesia, con quienes la representan -el Papa, los obispos, los sacerdotes, los diáconos-, con las distintas realidades existentes en su seno -las parroquias, las congregaciones religiosas, los movimientos y demás asociaciones- y también con los miembros de otras confesiones así como con todos los hombres de buena voluntad. Colaborar en la empresa de la unidad es una de las metas más nobles en que puede empeñarse un cristiano, pues no en vano Jesús pidió al Padre "que todos sean uno para que el mundo crea". Pero la maternidad de María no acaba en el momento del parto. Ella es Madre de Jesús y no sólo su "engendradora". Como Madre es, por tanto, educadora. En esa labor educativa están contenidas las semillas de la evangelización, puesto que un aspecto de esa educación es la enseñanza de los valores espirituales y religiosos que deben animar al ser humano. Así pues, la imitación de María en su maternidad lleva consigo una imitación en el papel educador que María llevó a cabo con Jesús, lo cual significa una llamada a la evangelización hacia todos aquellos que no conocen a Cristo o que lo conocen de manera deficiente. Evangelizar es cuidar de Jesús, es ser María, imitar a María. Para llevar a cabo esta evangelización volvemos al "corazón" de nuestra espiritualidad: el agradecimiento. Evangelizar, para nosotros, es ayudar a comprender que Dios ama al hombre y que el hombre tiene un deber de gratitud hacia Dios. Evangelizar es enseñar a agradecer, es enseñar a tener con Dios una relación basada en el amor, en la gratitud.
El tercer momento de la vida de la Virgen que los miembros de esta asociación deben intentar imitar es aquel en el que se contempla a María al pie de la Cruz. Cuando casi todos se han ido, la Madre está a su lado, persevera en la fe y en el amor. A Cristo, en aquella hora del Gólgota, le faltó casi todo: incluso le faltó el apoyo sensible del Padre, pues Dios permitió esa tremenda noche oscura para que Jesús pudiera hacerse uno con la humanidad hasta sus últimas consecuencias. En cambio, el amor providente de Dios no permitió que a su Hijo le faltara lo que no le es negado a ningún ser humano: el cariño de la Madre. María junto a la Cruz es la expresión más alta del amor humano, a la vez que la sublimación de hasta dónde tiene que llegar nuestro amor por Dios. Imitarle a ella en ese decisivo instante significa estar permanentemente junto a la Cruz y junto al Crucificado. De hecho, si el Señor ha encontrado la manera de quedarse para siempre entre los hombres -en la Eucaristía, en su Palabra, en el prójimo, en la jerarquía, en medio de la comunidad reunida en su nombre-, no ha sucedido así con la Virgen. No hay una "eucaristía" mariana, no hay una presencia real de Nuestra Señora en la tierra a través de ningún sacramento. María está viva, en cuerpo y alma, pero está en el Cielo. En cambio, su Hijo sigue aquí en la tierra, vivo en medio nuestro, crucificado en tantas personas como sufren en el mundo. Está solo, enfermo, pobre, triste, encarcelado, anciano, huérfano, golpeado, abandonado en millones y millones de seres humanos. Y lo que es peor, estos hermanos nuestros que llevan la imagen dolorosa del Crucificado no tienen a su lado a María para consolarles, para apoyarles en su subida al Calvario. Esa será nuestra vocación como imitadores de la Virgen: hacer el papel que ella haría si estuviera de nuevo físicamente presente en la tierra; estar al pie de la Cruz y junto al Crucificado para llevarle el consuelo que necesita, el alimento que reclama, el cariño que alivie su soledad, la medicina que cure sus dolores. Imitar a María es servir y ayudar a Cristo crucificado. Ser Madre, como ella fue, significa no dejar que pase un Cristo doliente a nuestro lado sin hacer lo posible por aliviar su carga.
En cuanto a San Francisco de Asís, de él aprenden los Franciscanos de María esas cualidades que hicieron del santo de Asís un hermano de todos los hombres: su sencillez, su pobreza, su humildad, su libertad, su fidelidad a la Iglesia, su compasión hacia todo el que sufre, su profunda alegría, su aceptación de la voluntad divina, su amor a la Cruz. Muchas de estas notas, típicas de la espiritualidad franciscana, ya están recogidas en la figura de la Virgen, pero la aportación de San Francisco de Asís añade un matiz especial que sirve para insistir en aquellos aspectos más ligados con el servicio a los pobres, con la vida austera, sencilla y alegre, con el amor apasionado a la Iglesia y el respeto hacia su jerarquía. Por otro lado, desde la perspectiva de la "espiritualidad del agradecimiento", nos fijamos, a la hora de imitar a San Francisco, en aquel momento de su vida en el cual, tras ver cuál era el contenido de las oraciones de los hombres y comprobar su egoísmo, salió llorando de aquella pequeña capilla de la Porciúncula mientras gritaba: "El Amor no es amado". Nosotros, con la ayuda de Dios, queremos amar al Amor, queremos amar a Dios que es el Amor. Y queremos dirigir a los demás hacia ese amor, ayudarles a comprender que ese es el verdadero camino del cristiano: amar con todo el corazón al Dios que te ama.
Si de San Francisco pudieron decir sus biógrafos que era un "alter Christus", "otro Cristo", de los Franciscanos de María se debería poder decir que son "otras María" y "otros Francisco", en el sentido de ser "otros Cristos" porque procuran imitar a Nuestro Señor siguiendo las huellas y el modelo dejado por su Santísima Madre y por el santo de Asís. Unas huellas y unos modelos que se resumen en una sola palabra: agradecimiento.