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1 mayo 2012 2 01 /05 /mayo /2012 20:34

Continuamos, en esta lección del curso de Teología Fundamental, exponiendo las enseñanzas que el Catecismo ofrece sobre Cristo. Si en el capítulo anterior habíamos llegado ya a la relación de Jesús con el concepto de Reino de Dios que él predicó e impulsó, ahora se culmina con su muerte y resurrección. Estas, junto con el nacimiento, son el compendio de la cristología católica.

Tras hablar de la realidad histórica de los milagros llevados a cabo por Cristo, como vimos en el capítulo anterior, el Catecismo sigue tratando el tema del Reino de Dios pero centrándose ahora en la estructura de ese Reino. En el centro de esa estructura está la jerarquía de la Iglesia, querida deliberada y explícitamente por Cristo. “Desde el comienzo de su vida pública Jesús eligió unos hombres en número de doce para estar con Él y participar en su misión; les hizo partícipes de su autoridad “y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar”. Ellos permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo porque por medio de ellos dirige su Iglesia” (nº 551).
 
En el número siguiente, el Catecismo habla de la primacía de Pedro y de que Cristo aseguró “a su Iglesia, edificada sobre Pedro, la victoria sobre los poderes de la muerte. Pero, a causa de la fe confesada por él, será la roca inquebrantable de la Iglesia. Tendrá la misión de custodiar esta fe ante todo desafallecimiento y de confirmar en ella a sus hermanos”.
 
La misión específica de Pedro es la de ostentar el poder de las llaves, “que designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia... El poder de ‘atar y desatar’ significa la autoridad para absolver los pecados, pronunciar sentencias doctrinales y tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el ministerio de los apóstoles y particularmente por el de Pedro, el único a quien Él confió explícitamente las llaves del Reino” (nº553).
 
Por lo tanto, la fe en Cristo está íntimamente ligada a la fe en la Iglesia y a la fe en la jerarquía de la Iglesia, con Pedro a la cabeza, querida explícitamente por Cristo. Separar a Cristo de la Iglesia o de su jerarquía, diciendo que se acepta a uno y se rechaza al otro, no sólo es contrario a la fe católica sino al deseo del propio Jesucristo.
El Catecismo habla a continuación del relato de la Transfiguración, con la que el Señor quiso ir preparando a sus discípulos para el escándalo de la Cruz. Después viene la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén, que es una entrada marcada por la humildad y con la cual se manifiesta y anticipa la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección.
 
En cuanto al proceso que sufrió Jesús y que supuso su condena a muerte por blasfemo, el Catecismo empieza señalando que había divisiones entre las autoridades judías al respecto. “Teniendo en cuenta -dice el Catecismo- la complejidad histórica manifestada en las narraciones evangélicas sobre el proceso de Jesús y sea cual sea el pecado personal de los protagonistas del proceso, lo cual sólo Dios conoce, no se puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de Jerusalén, a pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada y de las acusaciones colectivas contenidas en las exhortaciones a la conversión después de Pentecostés” (nº 597). Fueron, fuimos, todos los pecadores los que con nuestros pecados condenamos a muerte a Jesucristo.
Ahora bien, esa muerte “no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios” (nº599), que es un designio de salvación, pues con su muerte Cristo nos ha redimido a todos. La muerte redentora de Cristo no era autoredentora, pues él no la merecía pues no había pecado en él. Él se solidariza con los pecadores, con nosotros, y sufre el castigo que a nosotros y no a él nos correspondía. Este acto de Cristo era totalmente inmerecido por nuestra parte.
Cristo, el Catecismo insiste en ello, se ofrece al Padre por nuestros pecados y eso lo hace por amor a nosotros y al propio Padre, del cual parte el designio de amor redentor. “En efecto -dice el Catecismo- aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar” (nº 609). “Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los Doce Apóstoles en la noche en que fue entregado” (nº 610). “La Eucaristía que instituyó en este momento será el memorial de su sacrificio. Jesús incluye a los apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla” (nº 611).
 
La agonía de Getsemaní representa la aceptación de ese cáliz de la Nueva Alianza que acababa de anticiparse en la última Cena. “Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre, acepta su muerte como redentora para llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre el madero” (nº 612). Con su sacrificio, Cristo llevó a cabo la redención definitiva de los hombres y devolvió al hombre a la comunión con Dios. Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios. Con su obediencia, Cristo reemplazó nuestra desobediencia, reparó nuestras faltas y satisfizo al Padre por nuestros pecados.
 
Otro tema importante es el de la cooperación con Cristo en la obra de la redención. Sobre esto el Catecismo dice: “La Cruz es el único sacrificio de Cristo, único mediador entre Dios y los hombres. Pero, porque en su Persona divina encarnada se ha unido en cierto modo con todo hombre, él ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual... Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor” (nº618).
 
Tras confesar la fe en la muerte redentora de Cristo, el Catecismo habla de su sepultura. “En su designio de salvación, Dios dispuso que su Hijo no solamente muriese por nuestros pecados, sino también que gustase la muerte, es decir, que conociera el estado de muerte, el estado de separación entre su alma y su cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el momento en que él expiró en la Cruz y el momento en que resucitó. Este estado de Cristo muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos” (nº 624). En este tiempo de permanencia en el sepulcro, “la persona divina del Hijo de Dios ha continuado asumiendo su alma y su cuerpo separados entre sí por la muerte” (nº 626).
 

Ahora bien, “la muerte de Cristo fue una verdadera muerte en cuanto que puso fin a su existencia humana terrena. Pero a causa de la unión que su cuerpo conservó con la persona del Hijo, no fue un despojo mortal como los demás porque la virtud divina preservó de la corrupción al cuerpo de Cristo” (nº 627). En cuanto a su descenso a los infiernos o “morada de los muertos”, significa que el Señor murió realmente, que por su muerte a favor nuestro ha vencido a la muerte y al diablo, Señor de la muerte, y que hasta allí fue Cristo para anunciar la Buena Nueva. “El descenso a los infiernos es el pleno cumplimiento del anuncio evangélico de la salvación” (nº 634). Mediante él, Cristo “abrió las puertas del cielo a los justos que le habían precedido” (nº637) y que aguardaban la llegada de su Salvador. 

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24 abril 2012 2 24 /04 /abril /2012 20:33

En muchos de los capítulos anteriores de este curso de Teología Fundamental hemos reflexionado sobre la figura de Cristo. Es lógico, pues es la parte fundamental de nuestra fe cristiana. Antes de cerrar el tema y pasar a otros aspectos de esta misma fe, conviene ver un resumen de todos esos contenidos. Vamos a hacerlo, en dos lecciones, a la luz del Catecismo de la Iglesia.

El Catecismo dedica a Cristo el capítulo segundo de la segunda sección, la dedicada a presentar el Credo o símbolo de fe. Eso supone los artículos comprendidos entre el 422 y el 682. Habla en muchos otros puntos de Cristo, como cuando se refiere a su relación con la Iglesia. Pero en este capítulo se centra en él y lo hace desde la perspectiva explícita de la fe, pues está desarrollando el Credo. Se trata, pues, de un compendio de lo que los cristianos deben creer acerca de Cristo. Tras una introducción (nº 422- 429), dedicada a proponer a Cristo como el centro de toda catequesis, el Catecismo empieza presentando los nombres con que se ha conocido a la segunda persona de la Santísima Trinidad. El primero es Jesús (nº 430-435), que quiere decir “Dios salva”; después viene Cristo (nº 436- 440), que significa “Mesías” o “ungido”; el tercero es “Hijo de Dios” (nº 441-445), que no tiene, aplicado a Cristo, el mismo valor que cuando se aplicaba a los reyes de Israel, sino que implica ya la divinidad de Jesús; luego viene “Señor” (nº 446- 451), traducción del griego “Kyrios”, que era el nombre más corriente con el que se designaba a Dios, lo cual supone por lo tanto una confesión explícita en la divinidad de Jesús por parte de la primera comunidad cristiana.
Tras esta presentación del personaje a partir de los principales nombres utilizados en el Nuevo Testamento para designarle, el catecismo entra a analizar la encarnación de Jesús. Lo primero es presentar el por qué de esta encarnación (nº 456- 460): “para salvaros reconciliándonos con Dios”, “para que nosotros conociésemos el amor de Dios”, “para ser nuestro modelo de santidad”, “para hacernos partícipes de la naturaleza divina”. A continuación nos describe la encarnación (nº 461- 463), mostrando la firme convicción de que ésta tuvo lugar, de modo que “la fe en la verdadera encarnación del hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana”. Después viene la presentación de la fe en la doble naturaleza de Cristo, la divina y la humana (nº 464- 469), con un repaso a las herejías que negaron una u otra: “La Iglesia confiesa que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y verdadero hombre. Él es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor”.
 
A continuación se nos muestra cómo es hombre el Hijo de Dios (nº 470- 478). En este apartado se tratan temas tan importantes como el conocimiento humano de Cristo, que “como tal no podía ser de por sí ilimitado”, pero, a la vez, “debido a su unión con la Sabiduría divina en la persona del Verbo encarnado, el conocimiento humano de Cristo gozaba en plenitud de la ciencia de los designios eternos que había venido a revelar”. En cuanto a la voluntad humana de Cristo, el Catecismo afirma que “Cristo posee dos voluntades” y que “la voluntad humana de Cristo sigue a su voluntad divina sin hacerle resistencia ni oposición, sino todo lo contrario, estando subordinada a esta voluntad omnipotente”. También añade que “Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros... Nos ha amado a todos con un corazón humano”.
 
La concepción de Jesús en María es presentada en el Catecismo, con toda claridad, como “por obra y gracia del Espíritu Santo” (nº 484-486). Con la misma claridad se defiende tanto la virginidad perpetua de María como su Inmaculada Concepción (nº 487-511), aunque de todo lo relacionado a la Virgen hablaremos en otro capítulo.
El Catecismo trata después de los “misterios de la vida de Cristo”. Primero afirma que “toda la vida de Cristo es misterio” (nº 514- 521). Un misterio de revelación del Padre: “sus palabras y sus obras, sus silencios y sufrimientos, su manera de ser y de hablar”; un misterio de redención, la cual “nos viene ante todo por la sangre de la cruz, pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo”; un misterio de recapitulación, pues “todo lo que Jesús hizo, dijo y sufrió tuvo como finalidad restablecer al hombre caído en su vocación primera”. A continuación se presentan los misterios de la infancia y la vida oculta de Jesús (nº 522- 534). Entre otras cosas, se afirma que “Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia pobre; unos sencillos pastores son los primeros testigos del acontecimiento. En esta pobreza se manifiesta la gloria del cielo”. Y también: “La Epifanía es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del mundo”. “La Huida a Egipto y la matanza de los inocentes manifiestan la oposición de las tinieblas a la luz: ‘Vino a su Casa, y los suyos no lo recibieron’. Toda la vida de Cristo estará bajo el signo de la persecución. Los suyos la comparten con él”. “Jesús compartió durante la mayor parte de su vida la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios, vida en la comunidad”. “La vida oculta de Nazaret permite a todos entrar en comunión con Jesús a través de los caminos más ordinarios de la vida humana”.
 
Después, el Catecismo dedica un largo capítulo a los misterios de la vida pública de Jesús (nº 535- 570). El primero de ellos es el Bautismo: “El bautismo de Jesús es la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente. Se deja contar entre los pecadores; es ya el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; anticipa ya el bautismo de su muerte sangrienta”. “Por el bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que anticipa en su bautismo su muerte y su resurrección”.
 
Tras esto se habla de las tentaciones en el desierto. “La tentación de Jesús manifiesta la manera que tiene de ser Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que le propone Satanás y a la que los hombres le quieren atribuir... La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anuncio de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre”.
 

El anuncio del Reino de Dios es una parte esencial del mensaje impartido por Jesús durante su vida pública. Está ligado a la conversión y por eso invita a los pecadores a que entren en él. Las parábolas son un instrumento utilizado por Jesús para explicar su mensaje sobre el Reino. Los signos o milagros que hace Jesús son una manifestación de que el Reino de Dios se ha hecho ya presente entre los hombres. “Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado. Invitan a creer en Jesús”. “Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo, sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado, que es la causa de todas sus servidumbres humanas”. “La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás." 

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23 abril 2012 1 23 /04 /abril /2012 19:36

 "Me encuentro en  el último tramo de mi vida y no sé qué me espera". Es una confesión y podría parecer incluso una confesión llena de miedo y angustia, si no fuera porque a continuación su autor añadía: "Pero sé que la luz de Cristo es más fuerte que cualquier oscuridad". El autor de esta humilde expresión de los más íntimos sentimientos es un anciano y el momento en que la ha hecho ha sido el día en que cumplía ochenta y cinco años. Ese anciano es un Papa, el vicario de Cristo, el responsable de guiar a una comunidad de más de mil cien millones de personas y probablemente la principal autoridad moral del mundo. Es Joseph Ratzinger. Es Benedicto XVI.

Pocas veces se nos ha permitido entrar en el alma de un Papa con una mirada como ésta. Y gracias a eso hemos podido ver algo que, por otro lado, ya sabíamos. Algo que nos indica que estamos ante un hombre humilde, sabio, santo, profundamente religioso, lleno de una fe que le sostiene en las luchas más difíciles.

Como, además de su cumpleaños, se ha celebrado esta misma semana el séptimo aniversario de su elección como Pontífice, no han faltado los datos de archivo: 23 viajes internacionales, 3 encíclicas, un buen puñado de cuestiones difíciles a afrontar y resolver (desde el escándalo de la pederastia del clero hasta la mano extendida a los lefebvrianos pasando por la creación de un Ordinariato para que puedan regresar los anglicanos). Pero todo eso, y corremos el riesgo de olvidarlo, es fruto de lo anterior. Si ha aguantado, incluso físicamente, mucho más de lo que se pensaba ha sido por su grande y humilde fe. Su portavoz, el padre Lombardi, escribía hace unos días en L'Osservatore Romano que el Papa Ratzinger fue acogido como alguien que no duraría y que no podría; es decir, se pensaba en él como en alguien que moriría pronto y que sería incapaz de estar a la altura de su predecesor, el beato Juan Pablo II. Pues bien, ha durado y ha podido. Y, repito, todo eso sólo por un motivo: tiene fe. Tiene fe de verdad. Tiene una gran fe que es humilde y sencilla, viva y alegre; una fe que le conforta y le sostiene, pero que a la vez le hace afrontar los problemas más difíciles sin que le tiemble el pulso. Y es curioso que, siendo tan distintos, esa era la característica que más valoré en Juan Pablo II. Será porque es algo que debe tener siempre un Papa. Habrá que tenerlo en cuenta para el siguiente. Pero mientras tanto, Dios quiera que éste nos dure muchos, muchos años.

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12 abril 2012 4 12 /04 /abril /2012 01:04
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19 marzo 2012 1 19 /03 /marzo /2012 16:07
La responsabilidad civil de los católicos.
Los cristianos tienen derecho a que se escuche su voz en temas políticos y civiles. Este ha sido uno de los puntos del discurso anual que Benedicto XVI hizo a la Curia Romana en el pasado mes de diciembre. Tras comentar por qué la Iglesia se opone a la legalización del matrimonio para las parejas del mismo sexo, el Papa defendía el derecho de los fieles, y de la Iglesia misma, a hablar sobre este tema.
«Si nos dicen que la Iglesia no debería entrometerse en estos asuntos, entonces podemos limitarnos a responder: ¿Es que el hombre no nos interesa?», indicaba el Santo Padre en su discurso a la Curia romana el 22 de diciembre. Es nuestro deber, explicaba, defender a la persona humana.
 
Esto es necesario en la sociedad contemporánea, explicaba el Pontífice más adelante. «El espíritu moderno ha perdido la orientación», observaba, y esto significa que muchas personas no están seguras de qué normas transmitir a sus hijos. De hecho, en muchos casos no sabemos ya cómo usar nuestra libertad correctamente, o qué es moralmente recto o erróneo. «El gran problema de Occidente es el olvido de Dios», comentaba el Papa; un olvido que se difunde.
 
Sólo tres días después, el Papa volvía sobre el tema en su mensaje antes de la Bendición «urbi et orbi» el día de Navidad. «A pesar de tantas formas de progreso, el ser humano es el mismo de siempre: una libertad tensa entre bien y mal, entre vida y muerte».
 
En la edad moderna nuestra necesidad de fe es mayor que nunca, dada la complejidad de los temas a tratar. El mensaje que ofrece la Iglesia no disminuye nuestra humanidad apunta el Papa. «En verdad, Cristo viene a destruir solamente el mal, sólo el pecado; lo demás, todo lo demás, lo eleva y perfecciona».
 
No obstante, existe oposición a que la religión juegue un papel en los debates públicos, afirmaba Benedicto XVI. En su discurso del 9 de diciembre a la Unión de Juristas Católicos Italianos, el Papa examinaba el concepto de «laicidad».
El término, explicaba, describía originalmente el estatus del cristiano lacio que no pertenece al clero. En los tiempos modernos, sin embargo, «ha asumido el de exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública mediante su confinamiento al ámbito privado y a la conciencia individual».
 
Esta comprensión de la laicidad concibe la separación Iglesia-Estado como que la primera no tiene derecho a intervenir en manera alguna en temas que tengan que ver con la vida y la conducta de los ciudadanos, explicaba el Papa. Además, también exige que se excluya todo símbolo religioso de los lugares públicos. Frente a este desafío Benedicto XVI declaró a los asistentes que es tarea de los cristianos formular un concepto alternativo de laicidad que, «por una parte, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete ‘la legítima autonomía de las realidades terrenas’», como lo definió el Concilio Vaticano II en la constitución «Gaudium et Spes» (No. 36).
 
Como deja claro el documento del Vaticano II, una «sana laicidad» significa autonomía del control de la Iglesia de las esferas política y social. Así, la Iglesia es libre de expresar su punto de vista y las personas deben decidir la mejor forma de organizar la vida política. Pero no es autonomía del orden moral. Sería un error aceptar que la religión debiera confinarse de forma estricta a la esfera privada de la vida, sostenía el Papa. La exclusión de la religión de la vida pública no es expresión de laicidad, «sino su degeneración en laicismo», afirmaba.
 
Además, cuando la Iglesia comenta temas legislativos esto no se debe considerar como una intromisión indebida, «sino de la afirmación y de la defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad». Es deber de la Iglesia, afirmaba el Pontífice, «proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y sobre su destino». Concluyendo su discurso el Papa recomendaba que, frente a quienes quieren «excluir a Dios de todos los ámbitos de la vida, presentándolo como antagonista del hombre», los cristianos deben mostrar que «Dios, en cambio, es amor y quiere el bien y la felicidad de todos los hombres». La ley moral dada por Dios no tiene como finalidad oprimirnos, explicaba, «sino librarnos del mal y hacernos felices».
 
Los discursos papales de diciembre sobre el papel de la fe en la vida pública reflejan una de sus preocupaciones constantes durante el año pasado. Otro importante comentario de Benedicto XVI sobre este asunto es el discurso del 19 de octubre a los participantes en la Asamblea Eclesial Nacional italiana en Verona. El Papa observaba cómo la asamblea organizada por la Iglesia italiana había considerado la cuestión de la responsabilidad civil y política de los católicos. «Cristo vino para salvar al hombre real y concreto, que vive en la historia y en la comunidad; por eso, el cristianismo y la Iglesia, desde el inicio, han tenido una dimensión y un alcance públicos», afirmaba.
La Iglesia, añadía el Santo Padre, no está interesada en convertirse en un «agente político» y es papel de los fieles laicos, como ciudadanos, trabajar directamente en la esfera política. Pero, añadía, la Iglesia ofrece su aportación por medio de la doctrina social. Además, reforzar las energías morales y espirituales significa que habrá una mayor probabilidad de que la justicia se ponga por delante de la satisfacción de los intereses personales.
 
El bien de los ciudadanos no se puede limitar a unos pocos indicadores materiales, como la riqueza, la educación y la sanidad. La dimensión religiosa también es parte vital del bienestar, empezando por la libertad religiosa. Pero la libertad religiosa, sostenía el Papa, no se limita al derecho a celebrar unos servicios o que las creencias personales no sean atacadas. La libertad religiosa también incluye el derecho de las familias, los grupos religiosos y la Iglesia a ejercer sus responsabilidades. Esta libertad no compromete al Estado o los intereses de otros grupos, porque se realiza en espíritu de servicio a la sociedad, explicaba Benedicto XVI. Así cuando la Iglesia y los fieles afrontan temas como la salvaguarda de la vida humana o la defensa de la familia, no lo hace sólo por unas creencias religiosas específicas, sino «en el contexto y según las reglas de la convivencia democrática, por el bien de toda la sociedad y en nombre de valores que toda persona de recto sentir puede compartir».
 
Estos esfuerzos de la Iglesia y los cristianos no son siempre aceptados de forma favorable, observaba el Pontífice en su discurso del 8 de septiembre a los obispos de la provincia canadiense de Ontario, con ocasión de su visita «ad limina» a Roma. Además, observaba que algunos líderes cristianos de la vida civil «sacrifican la unidad de la fe y sancionan la desintegración de la razón y los principios de la ética natural, rindiéndose a efímeras tendencias sociales y a falsas exigencias de los sondeos de opinión».
Pero el Papa recordaba a los obispos: «La democracia sólo tiene éxito si se basa en la verdad y en una correcta comprensión de la persona humana». Por esta razón los católicos implicados en la vida política deberían ser testigos del «esplendor de la verdad» y no separar moralidad de esfera pública.

http://www.frmaria.org/index.php?action=apologetica#39

 

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27 febrero 2012 1 27 /02 /febrero /2012 15:57

Cuarta semana

 
La esposa del Espíritu Santo.
 
                Pocos días después de la Ascensión del Señor, según narra el Nuevo Testamento, estaban los apóstoles reunidos y, con ellos, se encontraba María. A pesar de la fortísima experiencia que había supuesto la resurrección seguían teniendo miedo y por eso se mantenían escondidos, hurtando su presencia a los ojos de los espías de los fariseos y los sacerdotes. Estando así, vino sobre ellos como un fuego del cielo que los llenó del Espíritu Santo. Todo cambió desde aquel momento. Aquellos hombres pasaron de cobardes a valientes, de calculadores a arriesgados, de dubitativos a llenos de certezas. Los mismos que, pocos días antes, habían abandonado a su amigo, al Mesías en el que creían y al que habían visto hacer tantos milagros, se lanzaron a la calle para proclamar, ya sin miedo, lo que había ocurrido: que Cristo había resucitado. Sabían lo que les iba a pasar: la persecución, la cárcel, la tortura, la muerte. Pero ahora ya no lo temían.
                Con razón la Iglesia considera su momento oficialmente inicial el de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles y les llenó de todos sus dones, incluidos el del valor y el de la sabiduría.
                Pero, ¿y María? ¿Necesitaba ella esa infusión extraordinaria del Espíritu divino para vencer el miedo, para ser testigo de su Hijo, para anunciar a todos que si bien era verdad que había muerto también lo era que había resucitado? Su comportamiento nos ayuda a contestar a estas preguntas: había estado, llena de valor y de fortaleza, al pie de la cruz; había creído en la promesa de la resurrección hecha por Jesús y eso la había llevado a quedarse tranquilamente en casa en lugar de huir o de acudir al sepulcro en la mañana del domingo pensando que en su interior estaría el cadáver de Cristo. Por lo demás, María era ya, desde su concepción, “llena de gracia”. Así le había saludado el ángel Gabriel. Así lo confesamos con el dogma de la Inmaculada. Y cuando una cosa está llena ya no es posible que le quepa nada más.
                Sin embargo, también para María aquel día tuvo lugar un don, un extraordinario don. También para ella la infusión del Espíritu Santo fue, en cierto modo, una novedad, un regalo, una sorpresa. Quizá, me atrevo a pensar, fue como si hubiera sido descorrido un velo y ahora ella pudiera conocer, cara a cara, a aquel que había sido el esposo de su alma durante toda su vida. Estaba acostumbrada a su voz, a sus señas de identidad. Pero ahora ya no había neblina que entorpeciera la visión plena, la comunión plena. El matrimonio entre ambos había tenido lugar aquella noche, treinta y tantos años atrás, cuando Jesús tomó cuerpo en sus entrañas. Desde entonces nunca se había separado de él y ahora, por fin, lo veía y lo conocía sin tamices, sin interferencias.
                Naturalmente, la experiencia de María con el Espíritu Santo es totalmente única. Nosotros no sólo no somos inmaculados por concepción, pues estamos tocados con la huella del pecado original, sino que además arrastramos el peso de nuestros pecados personales. Todo eso nos enturbia la mirada, nos desfigura el juicio, nos somete a la tiranía de las pasiones. Pero, precisamente porque eso es así, podemos añorar con gran fuerza la santidad, la unión con Dios, la victoria sobre nuestros límites y pecados. Lo mismo que el negro reclama al blanco, así nuestra miseria clama por la gracia, nuestras cadenas solicitan con urgencia al libertador.
                Imitemos, pues, a María no en lo que nos es imposible: la plenitud de la comunión con el Espíritu Santo, sino en lo que sí podemos hacer: el deseo de tener esa comunión. Deseemos ser como ella, amar como ella, servir como ella, evangelizar como ella, perdonar como ella. Deseemos ser, en definitiva, santos como ella, con ella, por ella. Que el Espíritu Santo sea nuestro principal anhelo, que la santidad que procede de él sea nuestra mayor ilusión. Mayor que la lotería, que el mejor trabajo, que la más espléndida salud, que el más fantástico de los viajes, que cualquiera de esos sueños, incluso buenos, con que nos entretenemos a veces huyendo de una realidad más bien dura y hostil.
 
Propósito: Imitar a María en su unión permanente con el Espíritu Santo y para ello desear por encima de todo alcanzar la santidad.

 

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20 febrero 2012 1 20 /02 /febrero /2012 15:55

 Tercera semana

 
Una despedida casi definitiva.
 
                Cuarenta días después de la Resurrección, el Señor subió al Cielo. Lo hizo desde lo alto del monte de los olivos, unos cientos de metros más arriba de donde había sido apresado y muy cerca del sitio donde había enseñado a rezar el Padrenuestro a sus apóstoles. María estaba allí, junto a los discípulos, viendo como el Señor ascendía al Cielo, hasta que unas nubes golosas de disfrutar de la compañía del Hijo de Dios, se lo quitaron de la vista.
                No fue fácil para la Madre esta despedida. Tampoco lo fue para los apóstoles. No podían evitar el dolor ni el sentimiento de orfandad, a pesar de que sabían que Jesús volvía al lugar de donde había venido, al cielo, a su hogar definitivo.
                Pero, antes de eso, María había tenido ocasión de estar a solas varias veces con su Hijo resucitado, después de aquella primera aparición en la madrugada del domingo, cuando la luz del alba empezaba a abrirse paso entre las sombras para anunciar a los hombres que había empezado la hora de la esperanza.
                Una vez más, nos encontramos sin noticias del contenido de aquellas conversaciones que, por otro lado, pertenecen con todo derecho a la intimidad entre la Madre y el Hijo. Estoy seguro, sin embargo, de que Jesús no sólo le explicó todo a su Madre, sino que, sobre todo, le dio todo tipo de certezas acerca de la existencia de la otra vida más allá de la muerte, acerca de la resurrección. Y le aseguró que su marcha, con la Ascensión a los cielos, no era un adiós para siempre, sino sólo un “hasta luego”. También estoy seguro de que la Virgen tuvo el deseo de pedirle que la llevara con él, pues incluso esa separación temporal le parecía excesiva. ¿Qué pintaba ella aquí, en la tierra, cuando su corazón estaba con él, en el cielo?. Si siglos más tarde una mujer enamorada de Jesús como Santa Teresa diría: “muero porque no muero”, qué no habrá sentido la Virgen, anhelando la llegada de la hora en que se produjera su partida del mundo, hora en que se produciría el encuentro definitivo con el Dios amado, con el Hijo adorado.
                Si María expresó o no ese deseo, lo ignoro, pero estoy seguro de que, al menos, se le pasó por la cabeza. Lo mismo que estoy seguro de que Jesús le habló de la importancia de su misión en la tierra, de su tarea en medio de sus discípulos, de la necesidad de que ella estuviera junto a los apóstoles para ejercer el papel de madre, para unirles, para limar los inevitables roces que iban a surgir entre ellos. Estoy seguro de que María lo comprendió y que volvió a decir su “fiat”, su “sí”, a esta nueva petición de Dios que, en el fondo, intuía que iba a ser hecha por su Hijo.
                Y así la vemos en la cima de la colina de los Olivos. Junto a Juan, de nuevo. Junto a Pedro, y a Santiago -tan distintos-. Junto a las otras fieles mujeres. La vemos, una vez más, con el corazón dolorido, aunque en esta ocasión ese dolor era menor pues estaba atenuado por la certeza de que no le decía “adiós” a su Hijo, sino sólo “hasta pronto”.
                Hay que pensar en este momento de la vida de la Virgen, sobre todo cuando nos encontramos en situaciones así. Es inevitable que a algunos de los nuestros les llegue la hora de la partida, la hora de la muerte, antes que a nosotros. A veces es la inexorable ley de la vida la que se impone y, al hacerlo, se lleva a los padres ancianos, dejando un vacío, una orfandad, que resulta difícil de llenar. En otras ocasiones son las enfermedades o los accidentes de tráfico los que arrebatan de nuestro lado a personas muy queridas, a veces en plena juventud. En estos casos parece que la pérdida es más dolorosa, pues se ha roto un cierto ciclo normal de la vida, por el cual el padre debe morir antes que el hijo, el abuelo antes que el nieto.
                Sea como sea, la muerte llega siempre y también, al final, llega para nosotros. Con ella, llegan las separaciones definitivas, inevitables, tantas veces trágicas. Podemos pensar en estos momentos en esa separación entre la Madre y el Hijo, en ese instante definitivo en que la nube de oscuro algodón privó a los amigos de la visión del Dios amado. Y podemos pedirle a Nuestra Señora que nos dé su fe, que nos dé su esperanza, que nos dé la certeza de que no se trata de un “adiós”, de una separación eterna, sino de un “hasta pronto”. Que ella, experta en dolores y en separaciones, mitigue las heridas de nuestro corazón y nos haga capaces de soportar las pérdidas sin desesperarnos.
 
Propósito: Pedirle a María que nos ayude a no desesperar cuando llega la hora de la separación de los seres queridos, como hizo ella.
 
 
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13 febrero 2012 1 13 /02 /febrero /2012 15:54

Segunda semana

 
Una doble alegría.
 
                Nada se nos dice en los Evangelios acerca de cómo pasaron María y los apóstoles las horas transcurridas entre la colocación de Jesús en el sepulcro y la noticia de que había resucitado. Sólo sabemos que en aquel intermedio Judas se suicidó y que Jesús descendió a los infiernos para llevarse de allí a los justos que habían estado esperando su victoria sobre el pecado.    
                Pero, ¿qué sintió María en aquellas horas? ¿estuvo sumida en la desesperación? ¿se dedicó a lamerse las heridas, a pensar en sí misma y en sus desgracias, a reprocharle a Dios que no hubiera cumplido las promesas hechas cuando la anunciación?
                Curiosamente una ausencia nos puede dar luz sobre lo sucedido. Me refiero a la ausencia de la Virgen en la mañana del domingo. Allí, junto al sepulcro, sólo aparecieron, en un primer momento, Magdalena y otras mujeres, pero no la Virgen. Eso no es en absoluto normal. No hacía falta ser una santa, bastaba con ser una madre corriente, para estar esa mañana allí, ante el sitio donde había sido enterrado Cristo. María estaba al corriente de que Magdalena y las demás se habían encargado de lo necesario para la sepultura, lo mismo que sabía que habían tenido que hacerlo a toda prisa para no infringir el mandato de no trabajar en sábado. Ella sería, pues, la primera -tanto como madre como por el prurito de no dejar que otras mujeres hicieran lo que a ella le era debido- en desear estar, con el alba, ante el sepulcro para ver a su Hijo muerto, para volver a abrazarle, para terminar de disponer su cuerpo muerto con la mayor dignidad posible.
                Y, sin embargo, no estaba allí. No sólo es extraño, sino que es escandaloso. Tanto que sólo puede haber una explicación: María sabía que Cristo no estaba ya en el sepulcro. Ella estaba enterada, antes de que Pedro y Juan fuesen informados por las mujeres de que la tumba estaba vacía, que su Hijo había resucitado.
                ¿Por qué sabía estas cosas María? Primero, porque nunca había dudado de ellas, ya que ella sí había sido creyente en las palabras de su Hijo, el cual había advertido un buen número de veces que iba a ser ejecutado pero que al tercer día iba a resucitar. Si los apóstoles lo habían olvidado o no habían dado crédito a esas promesas, era una cosa suya. Ella, por su parte, no había dudado de que lo que Jesús había dicho se cumpliría y que, con el cumplimiento de esa promesa, culminaba el proceso de salvación que Dios había prometido.
                Pero también, como han sugerido algunos -entre ellos Juan Pablo II-, María sabía que el sepulcro estaba vacío porque alguien muy especial se lo había contado: su propio Hijo. La más mínima educación y buena cuna exigía que Jesús se apareciera en primer lugar a su Madre. Ella se lo merecía por partida doble: por un lado era la madre y, por ello, la que más le quería y la que más había sufrido con su muerte; por otro, era la primera creyente, la única que no había dudado de que la resurrección iba a tener lugar.
                Lo que pasa es que la aparición a María, efectuada en el recogimiento de la casa donde ésta descansaba, no tenía la función de darse a conocer. En cambio, la aparición a Magdalena, además de servir para consolar a aquella querida y fiel amiga, debía servir para que la antigua prostituta pusiera en conocimiento de todos lo que había sucedido. Si, en lugar de Magdalena, hubiera sido María la que lo hubiera contado, su palabra habría tenido menos crédito aún, pues además de ser mujer como Magdalena, era la madre. Muchos habrían pensado que era un delirio de una anciana triturada por el dolor y no habrían hecho ningún caso. En cambio, Magdalena, tanto por su carácter como por su carencia de parentesco, era más apropiada para llamar la atención de los dubitativos apóstoles y atraerles hacia el sepulcro vacío para que, viéndolo, creyeran.
                A María, pues, le fue concedido el regalo de la primera aparición de Cristo resucitado. Si alguien se merecía ese don, era ella. Pero, a la vez, si lo mereció fue precisamente porque no dudó, porque mantuvo siempre firme la fe, porque fue una roca que resistió el embate de la desesperación. Ella tuvo, pues, una doble alegría: la de ver a su Hijo vivo y la de saber que había obrado correctamente no habiendo dudado de él. ¡Qué lamentable habría sido, qué tristeza tan grande hubiera empañado ese encuentro, si María hubiera tenido que reprocharse no haber creído en su Hijo, haber dudado de sus promesas!.
 
Propósito: Para poder alegrarnos de haber acertado al confiar en el Señor, tenemos que confiar en Él, como hizo María.
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6 febrero 2012 1 06 /02 /febrero /2012 15:51
La Virgen María. XXXII Febrero de 2012
Tras la muerte de Cristo vino su resurrección. Pero en esos tres días, la Virgen se mantuvo en su sitio, esperando y ayudando a la vez a los que no tenían ni su fe ni su esperanza para que no se hundieran. En lugar de quejarse, dio gracias pues era consciente de que haber sido la Madre de Jesús y haber podido disfrutar de Él durante 30 años era un extraordinario regalo que ningún ser humano merecía.
                Primera semana
 
Las dos noches de la esperanza.
 
                María, por fin, llegó a casa de Lázaro, en Betania. Era ya casi de noche. El ambiente no podía ser peor. Todo el mundo estaba no sólo triste por lo sucedido sino también lleno de miedo. Sin embargo, tanto Marta como María, las dueñas de la casa, se fijaron en ella. Venía, evidentemente, destrozada. Juan depositó aquel despojo humano en manos de las dos hermanas, las cuales le ofrecieron todas las comodidades que había en la casa.
                Pero la Virgen no estaba para nada. Por supuesto que no cenó, a pesar de los ruegos que le hicieron para que tomara algo caliente. Suplicó que la dejaran retirarse a una habitación y allí se recogió, a solas, en silencio. ¡Tenía tanto que hacer!
                Lo primero, lo más urgente, fue poner orden en su cabeza y en su corazón. Las cosas habían sucedido tan rápidamente que había tenido que actuar a golpe de instinto, dejando que fuera su sexto sentido de creyente y de madre el que le indicara cómo tenía que comportarse en cada momento. Estaba contenta de lo que había hecho, pues era consciente de que había logrado mantenerse serena ante su Hijo mientras moría y con eso, al menos, no había aumentado su sufrimiento. Sabía también que había vencido al Maligno al negarse a aceptar el odio en su corazón, lo mismo que sabía que aquella petición hecha por Jesús para que tratase a Juan como si fuera su hijo era más que una simple recomendación dirigida en particular hacia aquel buen muchacho. Todo eso, y más cosas, las sabía, las intuía, pero ahora era necesario ponerlas en orden, aclararlas, resumirlas y, sobre todo, saber qué significaba aquella misteriosa y fuerte presencia que sentía en su interior, por la cual tenía la certeza de que su Hijo estaba vivo.
                Cuando el silencio se hubo hecho en torno a ella, cuando los ruidos de la casa se apagaron, María pudo, por fin, concentrarse. Lo primero que hizo fue llorar. Lo necesitaba. Ahora estaba a solas y ya no tenía que mostrarse fuerte, no tenía que sostener a nadie. Pero no lloró con desesperación, sino con un manso sosiego que hacía fluir las lágrimas de sus dulces ojos y la producía una extraña paz.
                Luego se puso de rodillas. Sabía que debía rezar y abrió la boca para hacerlo, pero no era capaz de articular ninguna palabra. Tenía tantas sensaciones acumuladas en su cabeza que unas tapaban a las otras. Por fin, una de ellas se abrió paso en su alma y brotó en sus labios, causándole a ella misma una gran sorpresa. “Gracias”, fue lo único que pudo decir. Inmediatamente se preguntó el motivo por el que lo había dicho, pues aparentemente no tenía motivo alguno para estar agradecida a un Dios que había permitido la tortura y muerte de su Hijo. Sin embargo, notó que ésa era, efectivamente, la sensación más fuerte que reinaba en medio del caos que había en su alma y en su cabeza.
                “Gracias –añadió-, porque le tuve 33 años. Te lo has llevado, pero yo nunca lo merecía, así que no sólo no te reprocho que no me lo hayas dejado más, sino que te agradezco que me lo hayas dejado tanto. Gracias, además, por haberme dado la fuerza para sostenerle en su lucha. Gracias por haberme permitido serle útil cuando más lo necesitaba. Gracias, sobre todo, por esta sensación tan fuerte que tengo y que me asegura que sigue vivo, que la muerte no ha podido con él”.
                Después de un largo rato, María se durmió. Su cara estaba llena de paz, de esa paz que se adueña de los que tienen su conciencia tranquila, de los que están poseídos por la esperanza.
                La noche siguiente fue muy parecida, aunque ella ya estaba más calmada y su cabeza había logrado poner orden en el cúmulo de sentimientos e ideas que bullían en ella. También le dijo a Dios la misma oración. También sintió que la poseía la esperanza, esa virtud sin la cual la vida sería tan imposible que, de hecho, a los que no la tienen se les llama con razón “desesperados”.
               
Propósito: Imitar a María cuando perdemos algo. Ella, en lugar de quejarse porque había perdido a su Hijo, le dio gracias a Dios por haberlo tenido durante 33 años..
 
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30 enero 2012 1 30 /01 /enero /2012 16:46

Quinta semana

 

María Corredentora.

 

                El título de “Corredentora”, aplicado a la Virgen María, es aceptado por entusiasmo por la mayoría, pero visto con recelo por algunos teólogos. Piensan éstos que al afirmar esa cualidad de Nuestra Señora le estamos restando algo a Dios, le estamos privando a Jesucristo de su unicidad en la labor redentora. Sólo él es el redentor del mundo, dicen con razón, y ningún hombre merece la gracia de la redención, que se recibe no en función de las buenas obras sino por el amor generoso e inmerecido del Padre.

 

                Sin embargo, también es cierto que la teología católica, desde los inicios a nuestros días, pasando por el Concilio de Trento, nos enseña que el hombre no es un mero sujeto pasivo, inmerecedor de la redención e incapaz de colaborar con Cristo en algo. Nosotros no creemos en el destino, como si todo estuviera ya escrito y el hombre no pudiera hacer nada para modificarlo. No creemos en un tipo de predestinación que parece más el juego de un Dios caprichoso que el de un Dios lleno de amor. Nuestra fe en Dios no está reñida con una cierta fe en las capacidades humanas. O, dicho de otro modo, nuestra visión del hombre, nuestra antropología, no es tan pesimista que pensemos que éste, después del pecado original, es absolutamente incapaz de hacer algo bueno y meritorio, es absolutamente incapaz de colaborar con la gracia de Dios y de añadir algo, por pequeño que sea, a la obra redentora de Cristo.

 

                Porque creemos en esto es, precisamente, por lo que creemos y defendemos el valor del sufrimiento y del sacrificio. Es por eso por lo que creemos en la comunión de los santos y también en la intercesión de los santos y de la Virgen, por no hablar de la fe en la eficacia de la oración, por ejemplo. Cuando, como sacerdote, me acerco a un anciano o a un enfermo, no tengo la impresión de acercarme a un inútil que sólo puede recibir y que nada puede dar. Por el contrario, creo -y por eso se lo digo- que él puede colaborar con el Señor en la redención del mundo, que él -aceptando su dolor y ofreciéndoselo al Señor, uniéndolo al dolor del Señor en la cruz que se renueva cada día en el sacrificio eucarístico- puede acelerar la hora de la salvación del mundo.

 

                Dicho de otro modo, Cristo nos regala la salvación, pero nosotros podemos aceptarla o rechazarla, y esa decisión nuestra la expresamos a través de nuestras buenas obras, a través de nuestra colaboración con Cristo mediante el amor y mediante la aceptación y ofrecimiento del sufrimiento.

 

                Pues bien, María al pie de la Cruz, se nos muestra más que nunca como la “corredentora”. Su dolor era tan grande que, si no fuera porque cualitativamente era distinto ya que ella era humana y su Hijo era también divino, se podría decir que ella sufría tanto o incluso más que Jesús. Su dolor es como el de tantas madres y tantos padres que se cambiarían gustosos por el hijo para sufrir en su lugar, para luchar por él, para vencer incluso por él. Pero, al margen de comparaciones sobre el tamaño del dolor, lo cierto es que María representa a toda esa muchedumbre inmensa -quizá a toda la humanidad- que sufre y que no sabe qué hacer con ese sufrimiento.

 

                ¿Sirve para algo sufrir? ¿No debe ser evitado el sufrimiento, como algo inútil, a toda costa? El sufrimiento, así nos lo enseña la Iglesia, no es bueno por sí mismo y tenemos derecho a intentar evitarlo si con ello no incumplimos algún deber, si con ello no hacemos daño a otro. Pero todos sabemos que hay muchos problemas que ni solucionan los médicos ni se arreglan con dinero. Cuando estés en esa situación, cuando estés, como Cristo, crucificado y te sientas abandonado de los hombres y hasta de Dios, piensa en Jesús y únete a él. Dile: “Señor, te ofrezco esto por amor a ti, por amor a los hombres. Tú, en la cruz, creíste en el amor de Dios y tu fe y tu sacrificio nos salvaron. Tú eres el único redentor, pero yo estoy contento de poder unir mi dolor al tuyo, mi sacrificio al tuyo, y de poder colaborar, aunque sólo un poquito, con tu obra salvadora”.

 

                Piensa en Jesús, piensa en María, la que estaba al pie de la cruz sufriendo con el Hijo y por el Hijo. Piensa en ellos y no te sientas inútil. No hagas caso a los que dicen que sólo los fuertes, los ricos, los jóvenes, los guapos, los afortunados son felices, son útiles, son importantes. Cristo no era nada de eso en la Cruz y sólo entonces fue el más útil, sólo entonces fue el Salvador del mundo.

 

Propósito: Agradecerle a Dios que la Virgen sea nuestra abogada y que nos enseñe que podemos ofrecer nuestros sufrimientos por aquellos a los que amamos.

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