"Me encuentro en el último tramo de mi vida y no sé qué me espera". Es una confesión y podría parecer incluso una confesión llena de miedo y angustia, si no fuera porque a continuación su autor añadía: "Pero sé que la luz de Cristo es más fuerte que cualquier oscuridad". El autor de esta humilde expresión de los más íntimos sentimientos es un anciano y el momento en que la ha hecho ha sido el día en que cumplía ochenta y cinco años. Ese anciano es un Papa, el vicario de Cristo, el responsable de guiar a una comunidad de más de mil cien millones de personas y probablemente la principal autoridad moral del mundo. Es Joseph Ratzinger. Es Benedicto XVI.
Pocas veces se nos ha permitido entrar en el alma de un Papa con una mirada como ésta. Y gracias a eso hemos podido ver algo que, por otro lado, ya sabíamos. Algo que nos indica que estamos ante un hombre humilde, sabio, santo, profundamente religioso, lleno de una fe que le sostiene en las luchas más difíciles.
Como, además de su cumpleaños, se ha celebrado esta misma semana el séptimo aniversario de su elección como Pontífice, no han faltado los datos de archivo: 23 viajes internacionales, 3 encíclicas, un buen puñado de cuestiones difíciles a afrontar y resolver (desde el escándalo de la pederastia del clero hasta la mano extendida a los lefebvrianos pasando por la creación de un Ordinariato para que puedan regresar los anglicanos). Pero todo eso, y corremos el riesgo de olvidarlo, es fruto de lo anterior. Si ha aguantado, incluso físicamente, mucho más de lo que se pensaba ha sido por su grande y humilde fe. Su portavoz, el padre Lombardi, escribía hace unos días en L'Osservatore Romano que el Papa Ratzinger fue acogido como alguien que no duraría y que no podría; es decir, se pensaba en él como en alguien que moriría pronto y que sería incapaz de estar a la altura de su predecesor, el beato Juan Pablo II. Pues bien, ha durado y ha podido. Y, repito, todo eso sólo por un motivo: tiene fe. Tiene fe de verdad. Tiene una gran fe que es humilde y sencilla, viva y alegre; una fe que le conforta y le sostiene, pero que a la vez le hace afrontar los problemas más difíciles sin que le tiemble el pulso. Y es curioso que, siendo tan distintos, esa era la característica que más valoré en Juan Pablo II. Será porque es algo que debe tener siempre un Papa. Habrá que tenerlo en cuenta para el siguiente. Pero mientras tanto, Dios quiera que éste nos dure muchos, muchos años.
La responsabilidad civil de los católicos. |
Los cristianos tienen derecho a que se escuche su voz en temas políticos y civiles. Este ha sido uno de los puntos del discurso anual que Benedicto XVI hizo a la Curia Romana en el pasado mes de diciembre. Tras comentar por qué la Iglesia se opone a la legalización del matrimonio para las parejas del mismo sexo, el Papa defendía el derecho de los fieles, y de la Iglesia misma, a hablar sobre este tema. |
«Si nos dicen que la Iglesia no debería entrometerse en estos asuntos, entonces podemos limitarnos a responder: ¿Es que el hombre no nos interesa?», indicaba el Santo Padre en su discurso a la Curia romana el 22 de diciembre. Es nuestro deber, explicaba, defender a la persona humana. Esto es necesario en la sociedad contemporánea, explicaba el Pontífice más adelante. «El espíritu moderno ha perdido la orientación», observaba, y esto significa que muchas personas no están seguras de qué normas transmitir a sus hijos. De hecho, en muchos casos no sabemos ya cómo usar nuestra libertad correctamente, o qué es moralmente recto o erróneo. «El gran problema de Occidente es el olvido de Dios», comentaba el Papa; un olvido que se difunde. Sólo tres días después, el Papa volvía sobre el tema en su mensaje antes de la Bendición «urbi et orbi» el día de Navidad. «A pesar de tantas formas de progreso, el ser humano es el mismo de siempre: una libertad tensa entre bien y mal, entre vida y muerte». En la edad moderna nuestra necesidad de fe es mayor que nunca, dada la complejidad de los temas a tratar. El mensaje que ofrece la Iglesia no disminuye nuestra humanidad apunta el Papa. «En verdad, Cristo viene a destruir solamente el mal, sólo el pecado; lo demás, todo lo demás, lo eleva y perfecciona». No obstante, existe oposición a que la religión juegue un papel en los debates públicos, afirmaba Benedicto XVI. En su discurso del 9 de diciembre a la Unión de Juristas Católicos Italianos, el Papa examinaba el concepto de «laicidad». El término, explicaba, describía originalmente el estatus del cristiano lacio que no pertenece al clero. En los tiempos modernos, sin embargo, «ha asumido el de exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública mediante su confinamiento al ámbito privado y a la conciencia individual». Esta comprensión de la laicidad concibe la separación Iglesia-Estado como que la primera no tiene derecho a intervenir en manera alguna en temas que tengan que ver con la vida y la conducta de los ciudadanos, explicaba el Papa. Además, también exige que se excluya todo símbolo religioso de los lugares públicos. Frente a este desafío Benedicto XVI declaró a los asistentes que es tarea de los cristianos formular un concepto alternativo de laicidad que, «por una parte, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete ‘la legítima autonomía de las realidades terrenas’», como lo definió el Concilio Vaticano II en la constitución «Gaudium et Spes» (No. 36). Como deja claro el documento del Vaticano II, una «sana laicidad» significa autonomía del control de la Iglesia de las esferas política y social. Así, la Iglesia es libre de expresar su punto de vista y las personas deben decidir la mejor forma de organizar la vida política. Pero no es autonomía del orden moral. Sería un error aceptar que la religión debiera confinarse de forma estricta a la esfera privada de la vida, sostenía el Papa. La exclusión de la religión de la vida pública no es expresión de laicidad, «sino su degeneración en laicismo», afirmaba. Además, cuando la Iglesia comenta temas legislativos esto no se debe considerar como una intromisión indebida, «sino de la afirmación y de la defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad». Es deber de la Iglesia, afirmaba el Pontífice, «proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y sobre su destino». Concluyendo su discurso el Papa recomendaba que, frente a quienes quieren «excluir a Dios de todos los ámbitos de la vida, presentándolo como antagonista del hombre», los cristianos deben mostrar que «Dios, en cambio, es amor y quiere el bien y la felicidad de todos los hombres». La ley moral dada por Dios no tiene como finalidad oprimirnos, explicaba, «sino librarnos del mal y hacernos felices». Los discursos papales de diciembre sobre el papel de la fe en la vida pública reflejan una de sus preocupaciones constantes durante el año pasado. Otro importante comentario de Benedicto XVI sobre este asunto es el discurso del 19 de octubre a los participantes en la Asamblea Eclesial Nacional italiana en Verona. El Papa observaba cómo la asamblea organizada por la Iglesia italiana había considerado la cuestión de la responsabilidad civil y política de los católicos. «Cristo vino para salvar al hombre real y concreto, que vive en la historia y en la comunidad; por eso, el cristianismo y la Iglesia, desde el inicio, han tenido una dimensión y un alcance públicos», afirmaba. La Iglesia, añadía el Santo Padre, no está interesada en convertirse en un «agente político» y es papel de los fieles laicos, como ciudadanos, trabajar directamente en la esfera política. Pero, añadía, la Iglesia ofrece su aportación por medio de la doctrina social. Además, reforzar las energías morales y espirituales significa que habrá una mayor probabilidad de que la justicia se ponga por delante de la satisfacción de los intereses personales. El bien de los ciudadanos no se puede limitar a unos pocos indicadores materiales, como la riqueza, la educación y la sanidad. La dimensión religiosa también es parte vital del bienestar, empezando por la libertad religiosa. Pero la libertad religiosa, sostenía el Papa, no se limita al derecho a celebrar unos servicios o que las creencias personales no sean atacadas. La libertad religiosa también incluye el derecho de las familias, los grupos religiosos y la Iglesia a ejercer sus responsabilidades. Esta libertad no compromete al Estado o los intereses de otros grupos, porque se realiza en espíritu de servicio a la sociedad, explicaba Benedicto XVI. Así cuando la Iglesia y los fieles afrontan temas como la salvaguarda de la vida humana o la defensa de la familia, no lo hace sólo por unas creencias religiosas específicas, sino «en el contexto y según las reglas de la convivencia democrática, por el bien de toda la sociedad y en nombre de valores que toda persona de recto sentir puede compartir». Estos esfuerzos de la Iglesia y los cristianos no son siempre aceptados de forma favorable, observaba el Pontífice en su discurso del 8 de septiembre a los obispos de la provincia canadiense de Ontario, con ocasión de su visita «ad limina» a Roma. Además, observaba que algunos líderes cristianos de la vida civil «sacrifican la unidad de la fe y sancionan la desintegración de la razón y los principios de la ética natural, rindiéndose a efímeras tendencias sociales y a falsas exigencias de los sondeos de opinión». Pero el Papa recordaba a los obispos: «La democracia sólo tiene éxito si se basa en la verdad y en una correcta comprensión de la persona humana». Por esta razón los católicos implicados en la vida política deberían ser testigos del «esplendor de la verdad» y no separar moralidad de esfera pública. |
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Cuarta semana
Tercera semana
Segunda semana
La Virgen María. XXXII | Febrero de 2012 |
Tras la muerte de Cristo vino su resurrección. Pero en esos tres días, la Virgen se mantuvo en su sitio, esperando y ayudando a la vez a los que no tenían ni su fe ni su esperanza para que no se hundieran. En lugar de quejarse, dio gracias pues era consciente de que haber sido la Madre de Jesús y haber podido disfrutar de Él durante 30 años era un extraordinario regalo que ningún ser humano merecía. | |
Primera semana Las dos noches de la esperanza. María, por fin, llegó a casa de Lázaro, en Betania. Era ya casi de noche. El ambiente no podía ser peor. Todo el mundo estaba no sólo triste por lo sucedido sino también lleno de miedo. Sin embargo, tanto Marta como María, las dueñas de la casa, se fijaron en ella. Venía, evidentemente, destrozada. Juan depositó aquel despojo humano en manos de las dos hermanas, las cuales le ofrecieron todas las comodidades que había en la casa. Pero la Virgen no estaba para nada. Por supuesto que no cenó, a pesar de los ruegos que le hicieron para que tomara algo caliente. Suplicó que la dejaran retirarse a una habitación y allí se recogió, a solas, en silencio. ¡Tenía tanto que hacer! Lo primero, lo más urgente, fue poner orden en su cabeza y en su corazón. Las cosas habían sucedido tan rápidamente que había tenido que actuar a golpe de instinto, dejando que fuera su sexto sentido de creyente y de madre el que le indicara cómo tenía que comportarse en cada momento. Estaba contenta de lo que había hecho, pues era consciente de que había logrado mantenerse serena ante su Hijo mientras moría y con eso, al menos, no había aumentado su sufrimiento. Sabía también que había vencido al Maligno al negarse a aceptar el odio en su corazón, lo mismo que sabía que aquella petición hecha por Jesús para que tratase a Juan como si fuera su hijo era más que una simple recomendación dirigida en particular hacia aquel buen muchacho. Todo eso, y más cosas, las sabía, las intuía, pero ahora era necesario ponerlas en orden, aclararlas, resumirlas y, sobre todo, saber qué significaba aquella misteriosa y fuerte presencia que sentía en su interior, por la cual tenía la certeza de que su Hijo estaba vivo. Cuando el silencio se hubo hecho en torno a ella, cuando los ruidos de la casa se apagaron, María pudo, por fin, concentrarse. Lo primero que hizo fue llorar. Lo necesitaba. Ahora estaba a solas y ya no tenía que mostrarse fuerte, no tenía que sostener a nadie. Pero no lloró con desesperación, sino con un manso sosiego que hacía fluir las lágrimas de sus dulces ojos y la producía una extraña paz. Luego se puso de rodillas. Sabía que debía rezar y abrió la boca para hacerlo, pero no era capaz de articular ninguna palabra. Tenía tantas sensaciones acumuladas en su cabeza que unas tapaban a las otras. Por fin, una de ellas se abrió paso en su alma y brotó en sus labios, causándole a ella misma una gran sorpresa. “Gracias”, fue lo único que pudo decir. Inmediatamente se preguntó el motivo por el que lo había dicho, pues aparentemente no tenía motivo alguno para estar agradecida a un Dios que había permitido la tortura y muerte de su Hijo. Sin embargo, notó que ésa era, efectivamente, la sensación más fuerte que reinaba en medio del caos que había en su alma y en su cabeza. “Gracias –añadió-, porque le tuve 33 años. Te lo has llevado, pero yo nunca lo merecía, así que no sólo no te reprocho que no me lo hayas dejado más, sino que te agradezco que me lo hayas dejado tanto. Gracias, además, por haberme dado la fuerza para sostenerle en su lucha. Gracias por haberme permitido serle útil cuando más lo necesitaba. Gracias, sobre todo, por esta sensación tan fuerte que tengo y que me asegura que sigue vivo, que la muerte no ha podido con él”. Después de un largo rato, María se durmió. Su cara estaba llena de paz, de esa paz que se adueña de los que tienen su conciencia tranquila, de los que están poseídos por la esperanza. La noche siguiente fue muy parecida, aunque ella ya estaba más calmada y su cabeza había logrado poner orden en el cúmulo de sentimientos e ideas que bullían en ella. También le dijo a Dios la misma oración. También sintió que la poseía la esperanza, esa virtud sin la cual la vida sería tan imposible que, de hecho, a los que no la tienen se les llama con razón “desesperados”. Propósito: Imitar a María cuando perdemos algo. Ella, en lugar de quejarse porque había perdido a su Hijo, le dio gracias a Dios por haberlo tenido durante 33 años.. |
Quinta semana
María Corredentora.
El título de “Corredentora”, aplicado a la Virgen María, es aceptado por entusiasmo por la mayoría, pero visto con recelo por algunos teólogos. Piensan éstos que al afirmar esa cualidad de Nuestra Señora le estamos restando algo a Dios, le estamos privando a Jesucristo de su unicidad en la labor redentora. Sólo él es el redentor del mundo, dicen con razón, y ningún hombre merece la gracia de la redención, que se recibe no en función de las buenas obras sino por el amor generoso e inmerecido del Padre.
Sin embargo, también es cierto que la teología católica, desde los inicios a nuestros días, pasando por el Concilio de Trento, nos enseña que el hombre no es un mero sujeto pasivo, inmerecedor de la redención e incapaz de colaborar con Cristo en algo. Nosotros no creemos en el destino, como si todo estuviera ya escrito y el hombre no pudiera hacer nada para modificarlo. No creemos en un tipo de predestinación que parece más el juego de un Dios caprichoso que el de un Dios lleno de amor. Nuestra fe en Dios no está reñida con una cierta fe en las capacidades humanas. O, dicho de otro modo, nuestra visión del hombre, nuestra antropología, no es tan pesimista que pensemos que éste, después del pecado original, es absolutamente incapaz de hacer algo bueno y meritorio, es absolutamente incapaz de colaborar con la gracia de Dios y de añadir algo, por pequeño que sea, a la obra redentora de Cristo.
Porque creemos en esto es, precisamente, por lo que creemos y defendemos el valor del sufrimiento y del sacrificio. Es por eso por lo que creemos en la comunión de los santos y también en la intercesión de los santos y de la Virgen, por no hablar de la fe en la eficacia de la oración, por ejemplo. Cuando, como sacerdote, me acerco a un anciano o a un enfermo, no tengo la impresión de acercarme a un inútil que sólo puede recibir y que nada puede dar. Por el contrario, creo -y por eso se lo digo- que él puede colaborar con el Señor en la redención del mundo, que él -aceptando su dolor y ofreciéndoselo al Señor, uniéndolo al dolor del Señor en la cruz que se renueva cada día en el sacrificio eucarístico- puede acelerar la hora de la salvación del mundo.
Dicho de otro modo, Cristo nos regala la salvación, pero nosotros podemos aceptarla o rechazarla, y esa decisión nuestra la expresamos a través de nuestras buenas obras, a través de nuestra colaboración con Cristo mediante el amor y mediante la aceptación y ofrecimiento del sufrimiento.
Pues bien, María al pie de la Cruz, se nos muestra más que nunca como la “corredentora”. Su dolor era tan grande que, si no fuera porque cualitativamente era distinto ya que ella era humana y su Hijo era también divino, se podría decir que ella sufría tanto o incluso más que Jesús. Su dolor es como el de tantas madres y tantos padres que se cambiarían gustosos por el hijo para sufrir en su lugar, para luchar por él, para vencer incluso por él. Pero, al margen de comparaciones sobre el tamaño del dolor, lo cierto es que María representa a toda esa muchedumbre inmensa -quizá a toda la humanidad- que sufre y que no sabe qué hacer con ese sufrimiento.
¿Sirve para algo sufrir? ¿No debe ser evitado el sufrimiento, como algo inútil, a toda costa? El sufrimiento, así nos lo enseña la Iglesia, no es bueno por sí mismo y tenemos derecho a intentar evitarlo si con ello no incumplimos algún deber, si con ello no hacemos daño a otro. Pero todos sabemos que hay muchos problemas que ni solucionan los médicos ni se arreglan con dinero. Cuando estés en esa situación, cuando estés, como Cristo, crucificado y te sientas abandonado de los hombres y hasta de Dios, piensa en Jesús y únete a él. Dile: “Señor, te ofrezco esto por amor a ti, por amor a los hombres. Tú, en la cruz, creíste en el amor de Dios y tu fe y tu sacrificio nos salvaron. Tú eres el único redentor, pero yo estoy contento de poder unir mi dolor al tuyo, mi sacrificio al tuyo, y de poder colaborar, aunque sólo un poquito, con tu obra salvadora”.
Piensa en Jesús, piensa en María, la que estaba al pie de la cruz sufriendo con el Hijo y por el Hijo. Piensa en ellos y no te sientas inútil. No hagas caso a los que dicen que sólo los fuertes, los ricos, los jóvenes, los guapos, los afortunados son felices, son útiles, son importantes. Cristo no era nada de eso en la Cruz y sólo entonces fue el más útil, sólo entonces fue el Salvador del mundo.
Propósito: Agradecerle a Dios que la Virgen sea nuestra abogada y que nos enseñe que podemos ofrecer nuestros sufrimientos por aquellos a los que amamos.
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