La Virgen María. XXIII | Febrero de 2011 |
En este mes de febrero vamos a meditar sobre la llegada de la Santísima Virgen y San José a Belén, con la sorpresa de que la aldea estaba llena porque muchos habían ido antes que ellos por el mismo motivo. La reacción de María ante el imprevisto es todo un ejemplo. Meditaremos también sobre el nacimiento del Hijo de Dios en la cueva de Belén. | |
Primera semana Obediencia a la ley. María y José no debían llevar mucho tiempo casados cuando llegó a Nazaret la orden de que todos los israelitas debían acudir a empadronarse a su ciudad natal. Había sido ésta una decisión del mismísimo Augusto, el poderoso emperador romano. Pretendía, con ello, no sólo conocer cuántos habitantes tenía su Imperio, sino también saber qué tipo de impuestos podía cobrarles o de quienes podían echar mano para que entrasen a formar parte de las legiones romanas. Augusto no tenía ni idea, cuando dictó el edicto, de que, con él iba a poner en apuros a una pareja de recién casados, obligándoles a llevar a cabo un fatigoso viaje. No le hubiera importado lo más mínimo, de haberlo sabido. Pero quizá sí se habría puesto nervioso si hubiera estado informado de quién era el que llevaba la Virgen en su vientre. Ignorante de todo, pensando sólo en sus propios intereses o en los intereses de su Imperio, Augusto dictó una orden que sus súbditos, entre ellos los del pequeño y levantisco Israel, no tuvieron más remedio que cumplir. Cabe suponer que para José y María, estando ella como estaba de adelantada en el embarazo, supuso un serio contratiempo tener que viajar hacia el sur, un poco más allá de Jerusalén, a Belén. José era de la descendencia de David y eso le obligaba a acudir a empadronarse a ese lugar, acompañado por su mujer. Probablemente no entendieron el por qué de aquella orden que les suponía no sólo molestias sino incluso riesgo real para María y para su bebé. Sin embargo, obedecieron. Sin saberlo, Augusto había actuado de acuerdo con el plan de Dios, pues tenían que cumplirse las viejas profecías que hacían nacer al Mesías precisamente en la ciudad de David, Belén. Sin saberlo, José y María, con su obediencia, habían, una vez más, acertado y habían cumplido lo que Dios quería, aunque en esta ocasión la orden viniera de un pagano que era, para colmo, conquistador de su pueblo. Cuando, años más tarde, San Pablo exhorte a los primeros cristianos a ser buenos ciudadanos y a obedecer a las legítimas autoridades, lo estará haciendo no sólo como una medida prudente sino también como una lección que se desprende del comportamiento de la Sagrada Familia y, por lo tanto, de los orígenes del cristianismo. José y María se nos presentan, en ese pasaje del viaje a Belén, como un modelo de obediencia a las leyes comunes. Pero habría que preguntarse, ¿a todas las leyes?. Esta es una pregunta crucial, pues tanto entonces como ahora ha habido leyes inicuas o, al menos, leyes que permiten y dan por válidos comportamientos inicuos. Los mismos cristianos que se manifestaban dispuestos a obedecer al emperador romano, se enfrentaron a él y aceptaron el martirio cuando se les obligó a adorarle como a un dios. Esto, en nuestra época, tiene una importancia decisiva, pues para muchos el que una cosa esté permitida –por ejemplo el aborto- es sinónimo de que es buena. El cristiano tiene que aprender a discernir y tiene que ser capaz de darle a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Ser un buen ciudadano no significa aceptarlo todo ni plegarse a las leyes de las mayorías cuando esas mayorías van en contra de la propia conciencia. Propósito: Agradecerle a Dios el ejemplo de la Virgen y San José de obedecer a la ley civil. La resistencia a la ley sólo se justifica cuando ésta es inicua y va contra la conciencia. |
Quinta semana
Boda con José.
Si en el capítulo anterior hemos visto a María afrontando las críticas de los bienpensantes de su pueblo, el paso siguiente es ver su relación con José. El Evangelio nos dice de él dos cosas. Primera, que estaba desposado con la Virgen pero que, según la costumbre judía, aún no habían empezado a vivir juntos, es decir que sólo había tenido lugar la primera parte de la boda, lo que hoy llamaríamos el “compromiso”. En segundo lugar nos dice que José era un hombre justo, un hombre bueno; esa bondad no le llevó a aceptar a la Virgen con la criatura que llevaba en su vientre, pero sí a planear repudiarla en secreto a fin de que ella no fuera castigada con la pena reservada a las adúlteras, la lapidación.
Hasta aquí el lado humano de las cosas. Según esto, que era el mejor de los casos posibles, María habría terminado como madre soltera, posiblemente fuera de Nazaret, protegida tan sólo por sus padres y con la difícil misión -sobre todo en aquella época- de sacar adelante a su hijo sin la ayuda de su marido. Pero Dios no podía dejar que los acontecimientos siguieran ese curso. “Para Dios no hay nada imposible”, le había dicho el arcángel Gabriel a María en el momento de la anunciación. Y en función de ese poder omnipotente, José recibió la revelación de lo que había ocurrido y no dudó, como dice el Evangelio, en “aceptar a María en su casa”.
No sé si hubo o no muchas explicaciones entre los dos, entre José y María. Me imagino que, una vez que José lo supo todo, debió pedirle disculpas a su prometida por haber dudado de ella y haber necesitado la aparición de un ángel para creer en su versión. Claro que también puede suceder que María no le hubiera contado nada y hubiera preferido guardar la reserva sobre lo sucedido, en parte porque su explicación era, desde el punto de vista humano, totalmente increíble, y en parte porque estaba decidida a confiar en Dios y a dejar que fuera él quien resolvía las cosas.
El caso es que los dos, María y José, llegaron a un acuerdo tan hermoso como difícil: casarse y, a la vez, mantenerse en la más completa castidad. Sobre esto hay, naturalmente, muchas tradiciones. Para algunos, José era tan anciano que no representaba ningún problema para él cumplir el voto de castidad. Para otros, aunque era joven, había decidido, ya antes de desposarse con María, vivir la castidad dentro del matrimonio y se sorprendió gratamente cuando se enteró de que su joven esposa deseaba hacer lo mismo. Lo que ocurrió en realidad pertenece al misterio y a esa intimidad entre dos personas que debe permanecer en lo escondido. En cambio sí que es importante saber que tanto María como José convivieron como esposos y que, a la vez, no mantuvieron ningún tipo de relación. Fuera esto consecuencia de una opción personal de ambos, o fuera debido a que él aceptó lo que su mujer le pedía, la realidad es que aquel fue un matrimonio lleno de amor, más grande cuanto más difícil pudo ser mantener esa castidad durante los años que duró su convivencia.
En este pasaje de la boda entre María y José y de su posterior vida en común, no es sólo la Virgen la que se nos presenta como maestra y modelo. También él, José, es un ejemplo para nosotros. Un ejemplo de docilidad a la voluntad de Dios, pues fue capaz de cambiar sus planes iniciales para hacer lo que el Señor le pedía sin reclamar más explicaciones ni alegar derechos. Creo que, en parte, es por esto por lo que la Iglesia le ha propuesto como patrono de las vocaciones sacerdotales. No sólo fue el custodio del primer sacerdote, Jesús, sino que él mismo es modelo de alguien que cambia su plan de vida cuando Dios le pide que lo haga, que es precisamente lo que os ocurre a los que, en nuestra adolescencia o juventud, hemos sentido la llamada de Dios y hemos experimentado la dificultad de hacer algo que, hasta entonces, no teníamos previsto.
José es modelo también de hombre que cree en la palabra de su esposa y que rechaza ese vicio nefasto que se llama “celos”. No sólo no tuvo celos del Espíritu Santo, sino que trató a Jesús, que no era carne de su carne, con mayor cariño y dedicación que si hubiera sido fruto de su relación con María. Como cada vez hay más casos de parejas formadas por cónyuges que aportan hijos de anteriores matrimonios, algunas de ellas formadas tras una viudedad o una anulación matrimonial y otras fruto de un divorcio, José puede ser modelo de amor a un hijo que no era suyo y al que Dios le pedía que consagrara su vida y que, por él, renunciara incluso a su propia descendencia.
Propósito: Agradecerle a Dios por San José, sin el cual todo hubiera sido muchísimo más difícil para María y para Jesús, y rezarle a él con frecuencia pues es el patrono de la Iglesia.
Cuarta semana
De vuelta a casa.
Cuando todo terminó en casa de Zacarías y de Isabel, es decir, después de que hubiera nacido Juan y de que su padre, Zacarías, hubiera recobrada el habla que había perdido a causa de su poca fe, el Evangelio nos dice que María se volvió a su casa.
El regreso a Nazaret no sólo tenía, si cabe, más peligros que el viaje de ida desde su pueblo a Ein Karem, pues María estaba más adelantada en su embarazo y era por eso más frágil. Es que, además, no podía dejar de pesar en el ánimo de la jovencita cómo sería su entrada en el pueblo. Cualquiera que viva o haya vivido en una localidad pequeña sabe hasta qué punto se suele ser cruel con los comentarios y con los cotilleos. Personas en otros aspectos buenísimas, no suelen evitar convertirse en fustigadores de todo aquel que hace algo no digo ya malo sino que, simplemente, se sale de lo normal. El “qué dirán” alcanza en los pueblos la fuerza de ley, de una ley no escrita pero más inexorable que aquellas cuyo cumplimiento está protegido por la policía. No me cabe la menor duda de que María fue víctima de esas lenguas que, en nuestro país, llamamos, con humor, de “doble filo”. ¡Cuántas cosas debieron decir de ella, la Inmaculada, aquellas comadres de Nazaret cuando la vieron aparecer con la señal del embarazo en su cuerpo y todavía soltera! ¡Cómo disfrutarían ellas, y ellos, acostumbrados a revolcarse en el pecado al poder echar algo de lodo en la limpia figura de la que había tenido, sin duda, la mejor fama de todo el pueblo!. ¡Cuánto debieron sufrir también Joaquín y Ana, los padres de la Virgen, y hasta el mismísimo José, su novio!
La primera lección que nos da, pues, este pasaje de la vida de la Virgen es la necesidad de no juzgar, o al menos de no hacerlo basándonos sólo en las apariencias. Hay que conocer todos los detalles de un caso para poder emitir un juicio certero. Y, como eso suele ser difícil, el Evangelio nos recomienda que dejemos esa tarea para Dios, el único Juez, el único que penetra en lo escondido de la conciencia humana y sabe de verdad lo que ha ocurrido.
Naturalmente, estas críticas y seguramente las pullas que debió soportar, no le hicieron a María retroceder. Y aquí viene la segunda lección: la Virgen se nos muestra como una mujer entera, madura, que tiene sus objetivos, sus principios, y que no los modifica en función de lo que diga la gente, de la presión del entorno. Eso, en una época como la nuestra, la convierte en un modelo excepcional. ¡Cuántas muchachas embarazadas deciden abortar simplemente para no tener que enfrentarse con el mal trago de decírselo a sus padres, a sus amigas o en el trabajo! Ante los problemas –que en el caso de la mayoría ellas mismas se han buscado-, echan mano de lo que el Papa llama la “cultura de la muerte”; resuelven las dificultades por la vía fácil y degradante de matar al que molesta, aunque el que molesta sea un ser tan inocente como un bebé y aunque el que molesta sea su propio hijo. Nada de eso hizo la Virgen. Plantó cara a los cotilleos, se los ofreció a Dios como si fueran el mejor regalo que podía darle al que era lo más importante en su vida, y siguió adelante. Sus padres y el mismo José –después de la revelación hecha por el ángel- la apoyaron, pero si así no hubiera sido, ella habría hecho su pequeña maleta y se habría marchado de aquel pueblo de chismosos antes que entregar a la muerte al fruto de sus entrañas.
Propósito: Agradecerle a Dios el valor que tuvo la Virgen para afrontar las críticas y aún el riesgo de morir apedreada por ser la Madre de Dios. Intentar no herir nosotros con nuestras críticas a nadie.
Comparto con ustedes esta presentación sobre el Metodo de Oracion de Los Franciscanos de María, Espero les ayude mucho para su crecimiento espiritual.
Metodo de Oracion de Franciscanos de Maria <---Hacer Clic para descargar
por Franciscano de María
Tercera semana
Derriba del trono a los poderosos.
El Magníficat no termina con el enunciado inicial, el que veíamos en el capítulo anterior, dedicado a dejar claro, por parte de la Virgen y ante su prima, que, si bien las maravillas existen, es Dios el que las realiza. Más adelante, en esa oración magnífica, Nuestra Señora, llena del don de profecía, afirma lo siguiente:
“El -refiriéndose a Dios- hace proezas con su brazo. Dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”.
No parece la Virgen, al proclamar ese mensaje, una jovencita ñoña, de espiritualidad de cuello torcido, mojigata y cursi como algunos quieren presentar. Por el contrario, una vez más, se nos muestra como la mujer fuerte, decidida, valiente, enamorada de Dios pero también preocupada por la suerte de los hombres. La que dice que los soberbios van a ser derribados y que los pobres se verán enaltecidos, la que advierte que los ricos se irán con las manos vacías mientras que los que pasan hambre se verán saciados, es la mujer más revolucionaria de la historia. Con años de anticipación, llevando en su seno al Salvador del mundo, la Virgen pronunció palabras muy parecidas a las que, después, diría su Hijo en aquel incomparable sermón del monte, donde enunció su mensaje ético resumido en las llamadas “bienaventuranzas”.
No nos engañemos, pues, ni con respecto a la Virgen ni con respecto a lo que nos espera por parte de Dios. Nuestra Señora, llena de amor y de misericordia, no puede dar otro mensaje distinto del que dio su Hijo. Y si éste advierte que el día del Juicio será terrible para los que han visto a sus hermanos pasar hambre y han pasado de largo ante ellos sin ayudarles, lo mismo hace la Virgen. Con cariño, con el cariño de una madre que es a la vez educadora, insiste en recordarnos que si vamos por el mundo sembrando egoísmos no podremos esperar ni de Dios ni de los hombres otra cosa más que tempestades.
Aconsejo, pues, meditar despacio esta oración del Magníficat. Leer con calma cada una de sus frases. Darse cuenta de que fueron pronunciadas y escritas hace dos mil años, cuando no había democracia ni se hablaba todavía de los derechos humanos. En aquella época lejana, la época en la que la esclavitud era algo normal, lo mismo que eran frecuentes los sacrificios humanos a los dioses, una mujer, María, la Inmaculada, llevando a su divino Hijo en su vientre, proclamó el mensaje más revolucionario de todos los tiempos: Dios no es indiferente a la suerte de los que sufren, de las víctimas, de los que pasan hambre. Dios es el Señor de la Misericordia pero también lo es de la Justicia. Los que se han enriquecido a costa de los demás, los que han reído mientras otros lloraban, los que han vivido bien porque hacían vivir mal a otros, serán juzgados por el mismo Dios que sufrió mientras sus hijos eran maltratados, humillados, perseguidos.
¿Qué tenemos que hacer? Pedirle a María que nos dé luz y fuerza. Luz para discernir hasta qué punto tenemos que llegar en nuestra entrega a los necesitados, habida cuenta de que los problemas del mundo son enormes y nuestras obligaciones -que también son voluntad de Dios- nos impiden dedicarnos por entero a consolar al que sufre. Que nos dé, pues, luz para discernir, y, sobre todo, que nos dé un corazón capaz de amar. Si cada uno de nosotros hiciera simplemente lo que puede, si diera la limosna que puede dar, si visitara a los enfermos que puede visitar, si consolara sólo a aquellos que buenamente puede consolar, no cabe duda de que habría muchísimo menos dolor, menos lágrimas, menos hambre, menos soledad. En cambio, nos excusamos en nuestras ocupaciones, en nuestros gastos siempre crecientes, en nuestra falta de tiempo, cuando lo que nos falta es ganas de amar, ganas de ayudar, capacidad de sacrificio.
Propósito: Confiar en Dios, sabiendo que no abandona a sus hijos y no hacer nada que vaya contra su voluntad, como hizo María.
Enero de 2011
Empezamos el nuevo año como despedimos el anterior: de la mano de María. Vamos a fijarnos en este mes de enero, sobre todo, en las enseñanzas que nos deja el Magníficat. Veremos a María asumiendo riesgos para hacer una obra de caridad y, sobre todo, podremos entrar en lo más íntimo de su alma y contemplar la catedral de humildad que se aloja allí, al oírla proclamar que Dios es el que hace todas las maravillas.
Primera semana
El riesgo de amar.
La siguiente etapa de la vida de la Virgen que quiero comentar es la relacionada con su visita a Ein Karem. Allí vivía su prima Isabel. El arcángel Gabriel, a la vez que solicitaba el permiso de María para que se produjese la encarnación del Hijo de Dios, le informaba de que Isabel estaba en estado, a pesar de su edad avanzada, y de que era estéril.
No sabemos cuánto tardó María en percatarse del alcance de la noticia de lo ocurrido con su prima, conmocionada como debía estar con su propia situación y con el trance de dar a conocer a sus padres y a su novio su propio y milagroso embarazo. Lo que sí sabemos es que, no muchos días después, María se puso en camino hacia el sur, hacia Ein Karem, para estar al lado de Isabel.
Todo lo que podamos decir sobre las motivaciones de la Virgen al hacer ese viaje cae en el terreno de la especulación más o menos piadosa. Lo que sí es cierto es que se trataba de un riesgo y de un riesgo no pequeño. Hay que tener en cuenta el clima de inseguridad de la época, pues Israel era una colonia romana en la que no faltaban los atentados contra los legionarios, los robos y los asaltos a los viajantes. María debió viajar, seguramente, en una caravana, pero, aún así, el riesgo existía. Existía, además, otro riesgo para ella como futura madre. Aunque el embarazo fuera tan reciente, debido al extraordinario tesoro que custodiaba en su vientre, lo más aconsejable hubiera sido que pasara los nueve meses restantes entre algodones, mimada y atendida al máximo con el fin de que la criatura que se formaba en sus entrañas no corriera ningún tipo de peligro. No fue eso lo que hizo. Por el contrario, pocas semanas después de la encarnación la vemos en Ein Karem, a varios días de jornada de su hogar en Nazaret, en la casa de su prima. Tal riesgo sólo podía correrse por alguna causa lo suficientemente seria que lo justificase.
Si María se hubiese quedado con Isabel hasta después de dar a luz, podríamos pensar que lo que hizo fue una huida de Nazaret para no dar qué hablar. Pero el hecho de que, mucho antes del parto, la volvamos a ver de regreso en su pueblo, excluye esa hipótesis. Sólo queda, pues, una causa: la caridad.
María fue a Ein Karem por amor. Enterada de que su prima, de edad avanzada, se enfrentaba al trance de dar a luz a su primer hijo, no quiso que le faltara la ayuda de alguien próximo, de alguien que pudiera servirle de confidente y de consuelo. La relación entre ambas familias debía ser muy estrecha para que ese viaje se llevara a cabo, lo cual parece justificado con el anuncio del arcángel Gabriel, el cual habla a María de una persona muy conocida para ella, no de alguien con quien no tiene contacto desde hace años.
Isabel y Ana, las dos familias, debían ser, pues, muy allegadas. Esa amistad justificaría y haría necesaria la visita de María a su prima. No obstante, el riesgo permanecía inalterable, al margen de las motivaciones que hubiera para llevar a cabo el viaje.
Vemos, pues, a María dándonos el primer ejemplo de caridad después de habérnoslo dado de confianza en Dios, de fe en que lo que el Señor había prometido se cumpliría. Si ante el arcángel ella se mostraba como la esclava del Señor que estaba dispuesta a correr los riesgos que hicieran falta para hacer lo que Dios le pedía, ahora la vemos ejecutando esa promesa, llevándola a la práctica. Por amor a Dios, aceptó la encarnación; por amor a Dios hizo un largo, pesado y peligroso viaje para ayudar a una anciana que estaba a punto de tener su primer hijo.
No podía tener Jesús mejor educadora. Cuando el Señor, años después, se juegue la vida para curar a un enfermo en sábado, o cuando provoque las iras de los bienpensantes al evitar que una mujer fuera apedreada por adulterio, no estará haciendo otra cosa más que llevar a cabo los ejemplos que su Madre le dio desde su misma concepción, cuando todavía era un pequeño embrión en su cálido vientre.
Propósito: Agradecerle a Dios el ejemplo dejado por la Santísima Virgen, que no dudó en correr riesgos para llevar a cabo un acto de caridad. E imitarla.
Propósito: Agradecerle a Dios la valentía de María al aceptar correr los riesgos de ser la Madre de Jesús. E imitarla.
La Virgen María. XXI | Diciembre de 2010 |
Coincidiendo con el mes de diciembre, mes especialmente de María porque nos recuerda con el adviento la preparación del nacimiento de Jesús y, a partir del día 24, nos hace fijar la mirada en el Niño sostenido por los brazos de la Madre, vamos a meditar sobre los primeros pasos de María como cristiana. Hasta la Encarnación era una mujer judía que, fiel a su tradición religiosa, no dudó en responder afirmativamente a la petición de Dios. Pero desde el momento en que la segunda Persona de la Santísima Trinidad tomó carne en su vientre, ella se convirtió en la primera discípula del Hijo amado, en la primera cristiana. Desde el seno Jesús empezó a enseñarle lo que más tarde nos mostró a nosotros y que conocemos como la plenitud e la Revelación. Mientras ella le cuidaba a Él, Él cuidaba de ella.
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Primera semana Madre de Dios. Dejada atrás ya la etapa inicial de la vida de la Virgen María, nos la encontramos, tal y como nos enseña la tradición, como una jovencita desposada con un hombre justo llamado José, con el que todavía no había convivido. Esta joven galilea recibe, una noche de primavera, una visita inesperada que tendrá consecuencias insólitas y gigantescas no sólo para ella y su pueblo sino para toda la humanidad. Es la visita de un ángel, de un arcángel mejor: Gabriel, que, como mensajero de Dios, comunica a María que ha sido elegida por Dios para ser Madre del Mesías y pide de ella el permiso necesario para que la encarnación se produzca. María, después de preguntar por la forma, debido a que el fin no justifica los medios, da su sí y la sobra del Espíritu Santo la cubrió dejándola embarazada del Redentor. Voy a dedicar varios capítulos a analizar con un poco de detalle este acontecimiento tan extraño y tan decisivo. Y la primera cosa en la que quiero detenerme es en el hecho mismo, en lo que ocurrió después de aquel sí de María. “El Verbo se hizo carne”, dirá San Juan en el prólogo de su Evangelio explicando escueta y magníficamente lo sucedido. El Verbo, la Palabra, el Mensaje, la Gracia, se hizo carne, se hizo realidad concreta y tangible, se hizo humanidad, se hizo sacramento. Y eso ocurrió no en una plaza abierta a los vientos del mundo, en un ágora de debate, en un parlamento de políticos ilustres o en los arcanos sótanos donde los poderosos acumulan sus fortunas. Ese acontecimiento, el más grande e importante de la historia de la Humanidad, tuvo lugar en el vientre de una mujercita, de una joven muchacha galilea que tenía poco patrimonio económico y cultural y que sólo contaba en su cuenta corriente con un caudal de santidad inagotable. Siglos después, los cristianos, acuciados por las herejías, se reunieron en Éfeso y discernieron que verdaderamente el hijo de María era de naturaleza divina y que, por lo tanto, a ella se le debe llamar con toda propiedad “Madre de Dios”. En aquel momento elevaron a la categoría de dogma algo que, hasta entonces la mayoría de ellos había asumido del modo más natural y que sólo algunos de esos que se especializan en complicar las cosas sencillas se había atrevido a negar. María, la que dio el “sí” al arcángel Gabriel para que sirviera de intermediario y se lo comunicara a Yahvé Todopoderoso, María era, desde ese instante, la Madre de Dios, precisamente por haber aceptado ser Madre del Hijo de Dios, del Hijo del hombre, de Jesús de Nazaret. Es, pues, desde el momento de la concepción que empieza la maternidad de María. Ella no se convirtió en Madre cuando dio a luz en la cueva de Belén, sino cuando quedó embarazada de Jesús en la aldea de Nazaret. Y conviene recordarlo y celebrarlo así, más que nunca en una época como la nuestra, en que el no nacido, el “nasciturus” como se le llama técnicamente, se ha convertido en un ser sin derechos, desprotegido totalmente en una sociedad consumista y secularizada como es la nuestra. Nosotros los creyentes en Cristo –y la ciencia nos da la razón- afirmamos que la maternidad no empieza con el dar a luz, sino con la concepción, pues el nuevo ser lo es ya desde el primer instante, sin necesidad a que pasen cuatro, seis o nueve meses desde que fue concebido en el seno de su madre. Varias veces he tenido la ocasión de estar al lado de mujeres que, espontánea y naturalmente, han abortado. No experimentaron la pérdida del feto como la de un pedazo de su propia carne, como una especie de adelgazamiento súbito o la expulsión de un quiste. Todas ellas sentían que lo que había muerto en su vientre, sin culpa de ellas, era un ser diferente a ellas mismas, era una nueva criatura. Y todas ellas –con más o menos intensidad- experimentaban el dolor por esa pérdida, aunque ese dolor fuera menos que si hubieran llegado a ver viva a la criatura que albergaban en su seno. Por lo tanto, en este primer capítulo dedicado a contemplar el hecho de la encarnación del Hijo de Dios en la Virgen María, lo fundamental que quiero destacar es que la maternidad no empieza con el parto sino con la concepción. María fue Madre de Jesús, Madre de Dios, en Nazaret y no en Belén, desde el “sí” al ángel y no desde que abrazó al pequeño Jesús en la humilde cuna que José construyó para su hijo adoptivo en la cueva belemnita. ¿Qué podemos pedirle a María al contemplarla como Madre de Dios? En primer lugar deberíamos pedirle por todas las mujeres que se encuentran en su misma situación, que acaban de concebir a un hijo y que tienen por delante nueve meses de embarazo más o menos difícil. Debemos pedirle especialmente por aquellas que ven ese embarazo como una carga y que, abandonadas en muchas ocasiones por una sociedad hipócrita y machista, se ven solicitadas por la tentación del aborto. Y, como no se trata sólo de pedir, hagamos ante María, contemplada con el bello nombre de Madre de Dios, la promesa de estar siempre a favor de la vida. No sólo con gestos, firmas o protestas, sino sobre todo con acciones eficaces, con obras de solidaridad dirigidas especialmente hacia aquellas mujeres que, por sentirse solas, corren el grave riesgo de cometer el mayor de los errores que puede cometer una mujer: matar a su propio hijo. Propósito: Agradecerle a Dios por haber tenido unos padres que nos permitieron nacer y ofrecer a las mujeres embarazadas con problemas nuestra ayuda. |
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